Lupus in Anorexia

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Nombre: Lupus in Anorexia
Ubicación: Pilar, Buenos Aires, Argentina

lunes, octubre 16, 2006

I. Génesis. Los Orígenes


LAS PENUMBRAS

Me han contado que nací muy delgado y con neumonía. Según mi padre, “parecía una cuchara” al nacer. Hubo que bautizarme in extremis en la clínica. Un amigo de pasillo de hospital apadrinó mi bautismo, le competíó conseguir el aceite que serviría para los tres sacramentos que se me iban a administrar en conjunto, el bautismo seguido por mi confirmación y mi extremaunción. El frasco de aceite conseguido en apuros se rompió en alguna vereda de Atenas; pésimo augurio según me contó una vez mi padrino. El último comercio había cerrado y me bautizaron en aire, no en agua y sin aceite. Tampoco me dieron la extremaunción.


LA LUZ

Me afirmé en la existencia sin agua y sin aceite, tal vez por obra de las leyes descubiertas por Darwin y pude evolucionar. Sin embargo las circunstancias que rodearon mi nacimiento tuvieron algo de mítico. La segunda versión de mi nacimiento, la de mi padrino – a quien vi una sola vez cerca de mis doce años – era bien diferente y mucho más tenebrosa. No sólo se había roto la botella del aceite, aquel embarazo de mi madre – muy experta en partos – era su peor, por eso había decidido tenerme en Atenas, no en Creta donde vivía.

EL PECADO

Mi delgadez y el temor a la muerte marcaron la relación con mis padres. Era su niño favorito, el más débil, todos los cuidados de la casa recaían sobre mí, dejando de lado a mis hermanos mayores y a los que me siguieron. Mi madre tuvo diez partos, el mío fue el cuarto.

Los cuidados eran sofocantes, pero peores eran los sentimientos de justa envidia del resto de mis hermanos. Era el centro del hogar, una justa causa. En casa se cocinaba dos veces, una para mí y otra para el resto. Todos, incluso mis hermanos, bajo pena de los peores castigos debían cuidarme, cederme sus juguetes y, sobre todo, alimentarme.

“El pecado engendra a la muerte”, decía a menudo mi padre citando alguna autoridad bíblica.

Sin duda nací y crecí en el pecado. Por eso, lo que para las demás existencias era placer para mí era el peor castigo. Los cuidados amorosos de los padres surgían de lo hondo de su corazón endurecido por la desesperación y, más que amor puro y casto, eran liturgias exorcizantes de la muerte. La comida, el placer que se quitaba a mis hermanos, era una verdadera tortura. Jamás terminaba con mi comida, tragarla era sinónimo de arcadas de vómito. Mientras los demás comían yo recibía todo tipo de consejos y promesas para comer. Pero todo esto no era más que la antesala del tormento. Sabía muy bien los buenos modales acabarían con el último bocado de ellos. Las promesas se convertían en amenazas y las amenazas en hechos concretos. La madre debía sostener el plato, el padre forzaba mi boca y metía la cuchara mientras mis hermanos mayores me sostenían de manos y de pies. Una o varias bofetadas en la boca podrían adornar la macabra escena, que muchas veces terminaba con vómitos.

El vómito anulaba a todos, no sólo a mí. Mis padres se tornaban impotentes y cada vez más desesperados. Mi estómago, sin comida se achicaba cada vez más. Es terriblemente difícil acostumbrarse a la tortura cotidiana, con el tiempo algo se logra. En mi caso el vómito resultó ser el escape más eficaz. Mientras tanto mi estómago se achicaba y toda la existencia entraba en un perverso círculo vicioso.

Vivir en el pecado significa que el precio del placer sea muy alto; hasta la muerte misma. Algunos pecados son originales, no necesariamente son cometidos por quien los padece.


LA PROMESA

Al contrario, vivir el paraíso sencillamente significa vivir sin pecado, sin sufrimiento y sin muerte.

Al paraíso no se llega, se retorna, pues el pecado es una perversa añadidura de la existencia. No se trata de conseguir y tampoco de añadir. Despojar lo perverso y procurar no caer en la inflación de las tentaciones suena un camino formidable para que uno termine librado de todo mal. El retorno, cual la suerte de un resorte estirado, es la consecuencia natural. Es tan inútil y hasta contraproducente luchar por el paraíso como luchar para gozar en el sexo o para dormir. En todos estos casos uno más vale que uno haga todo lo contrario a lo que aconseja la teología, la sexología o la fisiología. O sea, hacer nada. Es más probable que el sujeto duerma, goce o se salve. Pero la salvación, el goce o el sueño no son cosas sencillas pues la gente está programada a pagar por cada gratia gratis data altos precios. El agua y el oxígeno son ejemplos de gracias dadas gratis. Todavía no estamos programados a respirar oxígeno envasado, aunque esta es la tendencia. Pero de alguna u otra manera creemos inexorable destinar dinero u otras formas de energía, o de gracia, para conciliar el sueño, conseguir plenitud sexual o ganarnos la eternidad. Es porque vivimos en pecado. Y mientras vivamos en pecado el círculo del vicio nos hará pensar que debemos pagar no sólo por sexo sino también por nuestro oxígeno con dinero o también con angustia.

Hay una creencia falsa, demasiado generalizada en los cristianos. Los cristianos creen que nacimos en el pecado y que fatalmente, por nuestra naturaleza, viviremos en el pecado hasta que, recién acabada nuestra vida podamos tal vez ser merecedores del paraíso. Eso sí, siempre que nuestra vida transcurra pagando los más absurdos precios. Así la vida cristiana se parece bastante en la vida en un hotel. No habría tanto problema si no fuera de pésima categoría y de extenuante y salvaje precio y si el huésped pudiera elegir entre éste o aquel. El monoteísmo es por definición monopólico.

Lo que sí parece atinado en el pensamiento cristiano es el concepto de la privación. El pecado, también entre los cristianos, es una privación. La vida cristiana implica un eterno pasaje de la plenitud a la privación y toda promesa de paraíso tiene algún parecido con el retorno a la plenitud suprema de Adán. Lo perverso del cristianismo es fomentar más y más privación para que Dios dé al fiel cristiano por el sendero de la gracia, el único posible, la salvación de las almas, esto es el no sufrimiento. Se premian los sufrimientos y se castiga toda consecución de placeres. Los santos son ejemplos de vida y se sostiene que todo cristiano debe imitarlos.

Pero los cristianos que uno ve por doquier usan a los santos para pedirles favores y no para otra cosa. No se ven cristianos, cuerdos al menos, que estén muy dispuestos a seguir el sendero de la santidad y uno puede y hasta debe preguntarse por la orfandad espiritual de todos estos seres.

Si los cristianos aciertan en el concepto de la privación no es por obra de la revelación divina. Es más bien el resultado de una observación demasiado empírica y hasta banal. Y la idea de que Dios es el único que ejerce el monopolio de la plenitud es una concepción apenas mercantilista, demasiado parecida a aquel viajante de comercio que trata de vendernos oxígeno envasado aunque no seamos asmáticos. La antigua cultura judía, amante del paradigma mercantil, concibió a la salvación como producto de un pacto entre Dios y el hombre. Así se llama el libro sagrado, Dios puso límites a sus actitudes insondablemente antojadizas, que muchas angustias habian reparado hasta entonces a los desdichados mortales, prometiendo la plenitud. Pero, como toda transacción mercantil, uno debió aceptar las reglas y pagar el precio que fija el monopolio, no el mercado. Así, en resumidas cuentas, el cristianismo cometió el grave error de convertir a su Dios en hotelero del mundo y a sus sacerdotes en conserjes que, como en todo monopolio, trabajan mal cumpliendo tareas de carcelero y de alcahuete. El cristianismo cometió la máxima de las ofensas frente a Dios al introducir la máxima privación, la del Dios verdadero, y el más grave de los pecados. Este es un buen ejemplo de los peligros y de las angustias que puede crear una visión de la existencia inspirada en hábitos mercantiles.

Yo pude entender bastante temprano la falacia de entender la promesa de retorno a los orígenes, el despojo del pecado y con ello la plenitud en términos de verdulero. Así, como primera tarea me propuse un gran esfuerzo. Destinar mi pensamiento mercantil a las cosas realmente mercantiles y no más allá. Algo como el “dar al César lo que es del César”, el esfuerzo necesario para la existencia, pero no más allá que lo necesario.

Era evidente que mis padres tenían un concepto totalmente erróneo acerca de la plenitud de mi estómago, que terminaba vacío, transformando el placer en horror perversa e inútilmente. Mi padre de joven no era practicante de la religión. Su fe crecía en la misma medida que sus angustias. Cuando tuvo su sexto hijo su devoción alcanzó niveles máximos; se ordenó sacerdote. Yo tenía cuatro años. Ya me habían apodado "lobito", por la astucia a la que la existencia o el fuerte deseo a lo primario me empujaba; y también "anoréxico". Cuando en mi adolescencia empecé a estudiar latín me pareció graciosa la fuerte antítesis de la imagen del lobo feroz sin ganas de devorar a toda Caperucita que andaba muy dispuesta por los bosques de Creta, un "lupus in anorexia".